Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.

Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.
De día, la tormenta la ponemos nosotros.

martes, 19 de febrero de 2008

Años de escuela. Primero de secundaria

Primero de secundaria
Cumplí doce años en el verano de 1946. La familia está en Guadalajara para las vacaciones y soy inscrito en el prestigiado Instituto de Ciencias, secundaria y preparatoria de jesuitas. También ingreso en el Internado Kotska, una casa de asistencia independiente del Instituto pero recomendada por éste. Al menos veinte estudiantes viviremos en una vieja y hermosa casona de muchas recámaras, en Vallarta y Marsella.
El cambio, de la primaria en el Cervantes en Culiacán a la secundaria en el Instituto en Guadalajara, no fue tan grande en cuanto a las obligaciones escolares pero fue enorme por varias razones. Dejas la casa y las comidas a que estás acostumbrado; dejas el calor de tu amorosa madre; te alejas de tus amigos de siempre; dejas de ser el hermano mayor y empiezas a vivir con jóvenes de más edad y es necesario adaptarte al hecho de que pueden hacerte la vida difícil o de golpearte, dado el caso.
Al poco tiempo de estar interno, me toca ver la lluvia de estrellas de octubre de 1946, el espectáculo celeste más impresionante desde la penúltima aparición del Cometa Halley en 1910.
La más conocida lluvia de estrellas, o tormenta de meteoros, es el cruce, que sucede cada 33 años, de la orbita de la Tierra con la orbita de los restos del cometa Temple, que estalló y quedó en orbita alrededor del Sol. Se llaman los meteoros Leonidas. La última de estas lluvias fue en noviembre de 1999. La vimos en Altata y fue divertida pero no espectácular. La lluvia de 1946 fue un accidente celestial. Aunque cada siete años puede suceder, en octubre de 1946, la Tierra cruzó la estela de un conjunto de escombro espacial que por parecer que sale de la cabeza de la constelación Draco, el Dragón, se les llama Draconidas. No había nublados, el smog todavía no existía, esa noche no había luna y en el Guadalajara de entonces, las Colonias estaban lejos del centro y les llegaba poco reflejo de la escasa iluminación de la ciudad; nada estorbaba la observación del firmamento. Subimos colchonetas al techo de la casona y acostados sobre ellas pasamos más de una hora, quizás dos, viendo una constante lluvia de estrellas fugaces. Asombroso. Mi amigo y doblemente compadre, Dr. José Manuel Peraza Castellanos, vio la lluvia de estrellas en Culiacán.
El cometa Kohoutek, en 1974, se veía como una Venus más grande; la Estrella de Belén, conjunción de varios planetas, que se observa cíclicamente es singular pero no impactante; el cometa Halley, en 1986, se vio pobremente en Culiacán y no vuelve hasta dentro de 76 años; y aunque me tocó observar al cometa Hale-Bopp, en marzo de 1997, del tamaño de la luna llena cuando está en cenit y aunque su cola era apreciable y hermosa, ésta aparece fija sobre el firmamento en vez de cruzarlo como las estrellas fugaces. Nada comparable con la lluvia de 1946.
De este año, transitorio en tanto partiría a los EE. UU., cuando algún colegio me aceptara, recuerdo mi creciente afición por el futbol y los antojitos de Guadalajara.
Jugué en la más baja división, tercera, del Instituto con un equipo llamado Necaxa. Da risa verme en la foto acostumbrada con el equipo. Hincado y con la media caída, al estilo del barrio. Lástima que el barrio en mención esté en Buenos Aires. El Atlas era el equipo de la época. Alguien decidió que los mexicanos no teníamos estatura, peso, ni fuelle para jugar fútbol de velocidad y de tiros largos. El Atlas trajo un entrenador argentino y durante algunos años era sensacional el nuevo estilo de pases triangulados, dominio del balón, gambeta. Era la época en la que orgullosamente decíamos: “Jugamos como nunca: perdimos como siempre”. Qué bueno que esto cambió y que nuestra selección ahora se rifa con cualquiera, ganando y perdiendo desde luego, pero verdaderamente compitiendo.
No puedo obviar los antojitos de Guadalajara. Las nieves de agua de fresa y de guanábana del estanquillo en Lafayette, las tostadas de pata y las tortas ahogadas del Santuario, el chinchayote, el pulque curado, así es, llegabas a la gran jarra de barro afuera del mercado Corona y el pulquero te vendía un vaso aunque tuvieras doce años. También recuerdo la crema espesa, los birotes salados, los elotes tiernitos, el aguamiel de caña y las tunas de todos colores a no decir de los dulces rojos de tamarindo de Chapala y las bolitas de leche quemada.
Una diversión casi diaria era patinar en los camellones de Lafayette, ahora Avenida Chapultepec. Apretando las uñas de mis Torrington en el bordo volado de la suela de mis zapatos Destroyer, giraba haciendo piruetas para que me vieran las niñas de mi edad que de sonreírme o saludarme me pondrían el rostro rojo como tomate maduro.
Los mexicanos rebozaban optimismo. Fluía el crédito internacional para construir presas, caminos, escuelas y electrificar al país. Miguel Alemán, risueño, galán, costeño, era un promotor incansable de la economía moderna. Su enriquecimiento, y el de sus rapaces acólitos, lo perdonábamos porque México ingresaba al mundo contemporáneo dejando atrás la economía de subsistencia, el apego a la Tierra, la escala de valores campirana. La riqueza ya no provendría del ahorro sino de la promoción. La ilusión de los políticos dejó de ser el caballo fino, el valioso semental o las buenas tierras; deseaban el piso en Acapulco y el edificio en Reforma. En los tiempos modernos se pondría peor.
El anuario del Instituto, 1946–1947, llamado “Recuerdos” consigna que en primero B corrían parejas en aplicación, en español, Arturo Murillo y Juan Vergara, que no ha de faltar quien sea.