Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.

Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.
De día, la tormenta la ponemos nosotros.

miércoles, 9 de abril de 2008

Años de Escuela. Primero de preparatoria

Primero de preparatoria
Después de unos días en Culiacán, una vez llegado de Los Ángeles, mi padre, don Arturo, me dijo: – El padre Barraza quiere hablar contigo.– Concerté cita con don José Lorenzo. Al llegar lo saludé en latín: –“Hola padre, qué se ofrece”– Me miró extrañado, aclaré: –Llevé cuatro años en la secundaria de jesuitas.– Bien,– dijo y fue al grano: – Te vi bajar del avión cuando llegaste. Tu comportamiento me extrañó porque es de soberbia y arrogancia. Así ni amigos vas a tener. ¿Por qué? Tu padre no es así y tu madre es dulce y cariñosa con todo el mundo. Vas a empezar tus estudios de profesional ya como un joven adulto y no te conviene esa actitud.– Sabía que el padre Barraza Mota y don Arturo eran amigos y que me aconsejaba con buena intención por lo que acepté la lección y la tarea que me impuso que les aseguro todavía me mantiene ocupado.
Hablaré de la preparatoria como la conocí. Esto es de dos años de estudio después de los tres de secundaria.
No sabría precisar cuál fue la razón de por qué deje de ser el mejor estudiante. Quizás contribuyeron varias circunstancias. Primero, el Tecnológico de Monterrey no me reconoció mis estudios de high school sino como secundaria y no incluyó ninguna materia de preparatoria. Mínimo debí haber entrado a segundo de preparatoria. La consecuencia de volver a cursar trigonometría y álgebra con los mismos textos que me habían dado dieces en high school, le quitó el reto a mis estudios. Así entonces, no era infrecuente que los maestros se fueran durante clases y me dejaran a cargo del grupo y de impartir la lección del día y que invariablemente me sacaran de los exámenes, para evitar me copiaran los compañeros. Sin embargo reconozco que después de cinco años en los EE.UU. no sabía adonde iban los acentos ortográficos y tuve que dedicarme a aprender español, historia de México y otras materias que me faltaban para completar la educación media superior.
Otra razón importante fue que mis amigos y compañeros ya estaban muy adelantados en su trato con las muchachas que buscábamos como amigas o novias y también con las empleadas del comercio del centro de Monterrey que procurábamos para intentar todo lo posible. En esos menesteres yo estaba muy atrasado y tuve que aprender por imitación, como posiblemente lo hagamos todos.
El problema es que los jóvenes admirados son los Donjuanes exitosos que no ofrecen el mejor ejemplo de buen trato a las mujeres. Aprendí a bailar, a hacer amigas y a noviar de la peor manera posible. Batallar y sufrir por no ser dominado ni mandilón. Luchar por someter a quienes se equivocaban queriéndote obligándolas a que soportaran desprecios y traiciones. Todavía me remuerde la consciencia de la enfermiza relación que considerábamos exitosa. Durante los siguientes años en dolorosa transición, gracias Dios, algo entendí. Que ellas participan del mismo juego y con frecuencia te toca perder: es cierto pero tardas en entender que nada pierdes enamorándote. Ya quisieras, pasado el tiempo, volver a ponerte en ese estado de distracción, mirada perdida y sin ganas de comer.
Nuestras primeras amigas fueron Silvia, Gloria y la hermana menor que no recuerdo su nombre. Morenas, hermosas y alegres fueron nuestras compañeras de nevería, de bailes y de paseos. Muchachas encantadoras a las que temíamos porque noviarlas implicaría compromisos serios. Creo que tenían un comercio de ropa de trabajo, no estoy seguro. Eran hacendosas y sensatas. Finalmente algunos de nosotros dieron el paso importante y se casaron con ellas.
La otra gracia era conocer cantinas, tomar de más sin hacer el ridículo, tramarte a golpes con quién fuera. Aprendizaje, innecesario si los hay, que nada tenía que ver con nuestra estadía en esa industriosa ciudad de Monterrey adonde nuestras familias nos enviaban a estudiar una carrera profesional.
Las amistades eran, desde luego, los paisanos sinaloenses pero también los sonorenses y los de Baja California. El Tecnológico había convenido con PEMEX que a cambio de que éste instalara talleres de mecánica y de electricidad el Tec becarían a hijos de trabajadores. Ciento ochenta estudiantes de Tamaulipas y Veracruz eran internos y se distinguían claramente por su manera de hablar, de vestir y desde luego por su tez morena. Les llamábamos: “petroleros”. Ninguno de los estudiantes, la mayoría hijos de gente rica de muchas ciudades del país, hacía amistad con los petroleros. Qué esperanzas que jóvenes originarios de San Luís Potosí, Puebla, Guadalajara, México y para el caso de Sonora o del norte del país fueran amigos de esta raza. Todo el mundo los evitaba y ellos se mantenían aparte. Solamente los sinaloenses simpatizábamos con ellos. Costeños como nosotros y con la misma costumbre de comer mariscos, tomar cerveza, bailar y bromear con picardía y crudeza; la misma afición por el béisbol y con el mismo estilo relajado y abierto; los sinaloenses convivíamos con ellos naturalmente. En verdad que vivíamos en dos mundos muy diferentes entre sí y sin problema alguno.
Monterrey tenía trescientos cincuenta mil habitantes. Era menor a la mitad del Culiacán actual. No había ningún restaurante de chinos, menos de japoneses que aun aquí son nuevos. No había sino una sola marisquería de cócteles desabridos. Muchos platillos regionales eran a base de carne molida, en cubitos o deshebrada aderezada con salsas poco picantes con sabor a laurel. El cabrito y las agujas son las comidas típicas y muy sabrosas si encuentras adonde los preparen debidamente. Sin embargo, había dos restaurantes árabes, por decirle así a la comida libanesa, y en la Calzada había un restaurante judío de comida kosher. Para muchos efectos era otro mundo no tan fácil de conocer. Hacer amistades con compañeros y amigas locales, o sea con los y las regias, no era cosa fácil.
El box siguió siendo afición preferida. Íbamos en grupo a ver pelear a Juan Bolaños, Kid Anahuac y a un buen boxeador local llamado Domingo Rivera. México todavía no daba a su afición grandes estrellas internacionales en este deporte. El único campeón que habíamos tenido, en los años cuarenta, era Juan Zurita. No cuento a uno de los más grandes campeones de todos los tiempos, Manuel Ortiz, porque no era propiamente mexicano ya que nació, creció e hizo su carrera en California. La aviada que traía de mis estudios en Loyola me acarreaba pasando las clase de preparatoria sin dificultades. Éstas ya se presentarían.