Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.

Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.
De día, la tormenta la ponemos nosotros.

sábado, 8 de marzo de 2008

Años de escuela. Octavo de primaria

Octavo de primaria
En el verano de 1947, en Guadalajara, nace Teresa, mi hermosa hermanita. Alta y parecida a mi madre nos hemos vuelto amigos en los últimos años.
Fracasado el intento de inscribirme en una secundaria, mi padre decide llevarme y visitar escuelas personalmente. Primero vamos a St. Catherine’s, una junior high católica militarizada. Acababan de tener de alumnos a varios culichis y no quieren a otro más. Visitamos, St. John’s que era otra escuela católica militarizada adonde había estado otro primo y consecuentemente me rechazan. Visitamos al obispo auxiliar de Los Ángeles, señor McGuken que había sido invitado al Congreso Eucarístico que se había celebrado en Culiacán en 1943 para festejar el fin del acoso a la iglesia. Mi padre le había atendido durante su visita. Recomienda St John Bosco que dependía de la diócesis y que era casi reformatorio. Le di lastima al padre director y G. a D. seguimos buscando. Ingreso, por fin, a octavo grado de la primaria americana en una escuela recién fundada por monjas irlandesas. No sé bien si era orfanato o reformatorio pero por suerte los grados de sexto, séptimo y octavo estábamos en un mismo salón y para quien desconocía el idioma era una situación ideal recibir clases sobre temas conocidos, en tanto que yo había cursado primero de secundaria en Guadalajara.
En menos que se los cuento me tramo a puñetazos con un gringo rubio de mi tamaño, parecido a Richard Windmark. Nos separan. Poco después, me enfrento a uno más grande que yo y no me va tan mal. A los pocos días me encuentro en el gimnasio rodeado de compañeros y sin monjas a la vista. Un jovenzuelo alto y muy fuerte, apellidado Tuna, aparentemente el jefe del grupo me dice: – No queremos dificultades en la escuela. Aquí tenemos jerarquía y todo el mundo se disciplina. ¿Te animas a pelear conmigo? – No, le contesto. – (Tengo mal carácter pero no como lumbre) – Bien, le entras a Windmark.– Sí, le digo.– Y empezamos a pelear. Me revienta la nariz, me pone un ojo morado y nos separan. –Ya está. – dice Tuna – Yo soy el que manda, Windmark es el segundo y tú el tercero, los demás obedecen. Qué tanto de esto que pasaba era del conocimiento de las monjas, no estoy seguro pero pienso que todo estaba dirigido por ellas. Deben haber administrado un penal en Irlanda antes de venir a los EE.UU.
Banshee, espíritu de mujer en gaélico, es el equivalente de nuestra Llorona. La gente pequeña, o sean los “leperchauns” o duendes irlandeses son iguales de tamaño y de traviesos, y a veces de crueles, que nuestros “fascicos”, tristemente a punto de desaparecer del folklore sinaloense. Recuerdan el estribillo que decía: “Ese fascico que está en la quesera, que meta la pata que tiene de fuera” También tienen tamaño y carácter similar los “aluxes” yucatecos, que son o bien juguetones o bien auxiliares de Xtabay, la mujer de blanco asociada a la luna, que encanta y devora a los hombres en los montes de nuestra hermana república de Yucatán. Así también son los nibelungos, enanos que atesoran y guardan oro del río Rin en la mitología germana.
Todo el encanto de los irlandeses, pueblo pobre y enamorado, de gente soñadora, pendenciera, indolente y desobligada me llega sumándose a las tradiciones españolas, mestizas e indias heredadas de la infancia. (Mencionar que Irlanda es, en los últimos años, el país de más rápido crecimiento de Europa le quita romanticismo a este comentario pero por otra parte da esperanzas de algún día México despertará) Aparecidos, encantamientos, talismanes, entierros, tesoros nunca hallados escondidos por afamados bandidos, el Nahual, las apariciones del demonio y las noches en las que las lechuzas y tecolotes se precipitan sobre los techos de las casas asustando con sus golpes a todo el mundo. En breves siete meses cantando canciones de añoranza de la tierra que se dejó, de la novia que se quedó en Irlanda, del novio que prometió volver, de la banda del pueblo, de la cantina y la cerveza regional y del verde valle que apenas se distingue entre la tenue bruma de la mañana: como ven son las mismas letras de nuestras canciones (Al golpe del alba la niebla es ligera); aprendo inglés y tomo el examen de admisión a Loyola High School.
Las monjas reúnen a todos los alumnos para anunciar orgullosas que un par de sus internos, un tal Murphy y yo, aplicaremos, como se dice ahora, a Loyola. Nos conminan a representar dignamente a la escuela. Imaginen, recién llegadas y pronto tendrán ex alumnos en la preparatoria de los jesuitas. ¡Qué orgullo!
Días después las monjas no nos hablan. Cuando las pasamos en los pasillos nos voltean la cara. El par de burros habíamos reprobado el examen de admisión. ¡Qué decepción, qué vergüenza!
Avisan a don Arturo que yo había obtenido el lugar 250 de 500 solicitantes y que Loyola admitía solamente a los primeros 200 examinados. A mi padre no se le hace tan malo el lugar obtenido puesto que yo tenía apenas siete meses en EE.UU. Vuelve con el obispo McGuken que había recomendado la primaria un año antes y frente a él me pregunta:
– ¿Verdad mijo que no es tonto?
– No apá.– le contesto.
– Ya ve, su señoría, le hace la lucha. ¿Verdad mijo que quiere estudiar?
– Sí apá.
– Ya ve su señoría, el muchacho tiene voluntad.
El obispo ríe con el auto alegórico, enseguida habla conmigo en inglés, le constaba que un año antes yo no sabía el idioma, luego habla con la monja directora de la primaria y después de muchos ruegos, mi padre le convence que me recomiende a Loyola. Así fue como ingresé a la académicamente más prestigiada secundaria del área metropolitana de Los Ángeles.
A McGuken no le era fácil recomendarme. El obispo, administrador y pastor de su diócesis, autoriza el establecimiento a las órdenes religiosas que soliciten residencia en su territorio. Además da permiso, en su circunscripción, a los sacerdotes para oficiar los sacramentos y atender feligreses. Sin embargo, una vez establecidas, las órdenes que no pertenezcan al clero regular, dejan para muchos efectos de depender de la autoridad episcopal ya que ellas tienen sus propias autoridades. McGuken tendría que solicitar un favor de los jesuitas al recomendar mi admisión a Loyola. ¿Cómo le cobrarían? Éste era quizás su problema. McGuken era además solamente obispo auxiliar. Así de persuasivo solía ser don Arturo.
Paso el verano de 1948 en Guadalajara, como siempre, pero me empieza a inquietar el estudiar fuera y el no pasar el verano en Culiacán. Además ya soy un adolescente de 14 completos años.