Durante los estudios profesionales, tuvimos algunos buenos maestros. Cada uno dejó alguna lección importante. Don Pablo Quílez Araque, maestro de estructuras y puentes, insistía que una vez cursados los dos años primeros años de ingeniería general, ya deberíamos resolver todo tipo de problemas aunque no hubiésemos llevado la clase especializada. Que nos encontraríamos con problemas de aplicación especializada durante toda nuestra vida de ingenieros y que desde estudiantes deberíamos aplicar los criterios aprendidos en los primeros años. Lograr que don Pablo nos hablara de sus años de ingeniero en Marruecos español era entrar en un mundo de fantasía y misterio. Don Alberto Robles Gil, que frecuentemente se equivocaba haciendo cuentas, siempre nos dio ejemplo de hombría y rectitud. El Doctor Ordoñez era ocurrente y muy hábil ingeniero, ocasionalmente conseguíamos nos contara películas de aventuras que resultaban mejores que yendo a verlas. Roberto Gómez Junco, orgulloso por ser de los primeros ingenieros civiles del Tec, no estaba de acuerdo en dar facilidades para que se graduaran incapaces solamente porque hubieran terminado sus estudios. Dio mucha guerra a varios compañeros a quienes no consideraba aptos para el ejercicio de la profesión. Habría que empezar otra serie de artículos para tratar a cada uno de estos ilustres maestros.
Me faltaba un año para terminar las clases y decido separarme de mis compañeros de residencia. Ingreso a una casa de asistencia de primer nivel, elegante, ordenada y para profesionistas empezando sus carreras. Me urgía volver a aplicarme a los estudios porque si bien nunca había reprobado ninguna materia por otro lado mis calificaciones ya no eran tan buenas. Regreso a los estudios a recuperar terreno durante el último año y terminar en el plazo que me había fijado. Seis años para cursar preparatoria e ingeniería. Logré finalmente un buen promedio, 8.42, pero sin derecho a Mención Honorífica que requiere de 8.5. Mi promedio fue probablemente cuarto lugar de la generación de civiles superado solamente por Macías, Barahona, Chapa Garza y quizá algún otro.
Terminadas las clases la primera meta era regresar a Culiacán para empezar a trabajar. No solamente para lograr el sueño de abrirte paso como profesionista independiente sino también para volver a entrar al Casino a una tardeada del domingo, vestido de guayabera blanca y con los pantalones de Mandalay satinado papaloteando con los abanicos que pretendían refrescar. Quien haya vivido fuera sabe de lo que hablo. El regreso suele ser impactante porque lejos de aquí no somos gente bonita y por ello la belleza de las culichis impresiona cada vez que retornas. Desde luego ayuda que eres conocido y que te alegra y conforta notar que eres aceptado: que perteneces.
En aquellos años, las jóvenes usaban lociones florales y refrescantes para el diario, como el Blue Grass de Elizabeth Arden y el splash Jean Naté de Revlon; así además cuidaban sus perfumes más finos. Era la época,. Estaba de moda el Sortilegio de LeGallion para los sábados y para el domingo era frecuente el aroma del Arpege, de Lanvin. Casi ninguna usaba perfumes amaderados y más aseñorados como los de la casa Guerlain como el Mitsuko y el Heur Blue aunque recuerdo haber bailado con Shalimar y después con Vol d’Nuit. La tradición de Coty es que los soldados que retornaban de la Primera Guerra traían sus perfumes de regalo a los EE.UU. La introducción a este mercado hizo de Coty el perfumero más grande del mundo. Ya estaban establecidas prestigiadas casas como Givenchy, Laroche y Gres cuando aparecen los aromas frescos de Nina Ricci: Fille d’Eve, Coeur Joie y L’Air du Temps, creo que solamente sobrevivió el último. Ricci ha seguido y presentado nuevos aromas: Nina, Premier Jour, Les Belles, etc. El recién presentado Joy de Jean Patou, se anunciaba como el perfume más caro del mundo. Ya era de prestigio el Femme de Rochas que tiene la leyenda de haberse confeccionado en una vieja fábrica de pintura durante la ocupación en la II Guerra. Desde luego reinaba desde entonces el Channel No. 5. Los modistos empezaban a introducir perfumes. Dior, Balenciaga, etc. Mientras tanto los hombres usábamos agua de azahares de Sanborns y el eterno Vetiver. Yo prefería el “Y” de Yves Saint Laurent porque no me gustaban las otras esencias más baratas: Barón Dandy, Yardley, English Leather y Old Spice. Después aparecerían docenas; no, más bien cientos, de perfumes. Sorprende que emergieran con éxito, en mercado tan competitivo, firmas como Donna Karan, Carolina Herrera y que fuese muy vendido el Giorgio de Armani. Ahora cualquier personaje conocido vende perfumes aprovechando su renombre. Cabe preguntar: ¿A qué huele el llamado Mischa de Mikhail Barishnikov o para el caso el presentado por la tenista argentina Gabriela Sabbatini? ¿A sudor?
A las novias les regalábamos lociones, perfumes, abanicos de mano españoles y mantellinas, triángulos y goyescas. Ellas correspondían con plumas fuentes y encendedores. Así pasan las modas. Ya casi nadie usa plumas fuentes porque los bolígrafos actuales son baratos y de buena calidad. Los encendedores de cigarrillos serían ahora un extraño regalo. Los aires acondicionados han vuelto obsoletos, en la mayoría de las ocasiones, a los abanicos de mano. Las mantellinas que las mujeres usaban para cubrirse la cabeza pasaron a la historia primero porque ya no se tapan en el templo y segundo porque ya ni a misa van.
Aproveché la ventaja de no tener que trabajar de inmediato. Mi padre admitió que pasara las vacaciones de verano como si fuese estudiante cuando de hecho ya había terminado mis clases. Al principiar septiembre regresé a Monterrey para elaborar mi tesis y preparar el examen profesional. A diario me avoco al estudio, redacción e impresión del primer libro que escribí llamado: “Anteproyecto de tubería suspendida” (Hay otros ocho) Es un puente colgante sobre una barranca para una línea de conducción de petróleo. A los tres meses y medio, el 19 de diciembre de 1958, presenté examen: al día siguiente estaba en Culiacán ya como flamante ingeniero civil.
En la primera fiesta a que asistí me llamó la atención una hermosa, juvenil, natural, equilibrada, serena y encantadora joven. Busqué la manera de conocer, cortejar, noviar y pedirla en matrimonio. Ahora resulta que ya me tenían visto desde endenantes. Así es esto. Ahora Silvia Eugenia Carrillo Hernández es la señora Tití. Sigue igual de hermosa, juvenil, natural, equilibrada y encantadora. No tan serena porque nadie que me haya aguantado medio siglo lo puede ser. Ustedes lo saben que me soportaron durante esta larga perorata acerca de mi vida de estudiante.
Éste es el último ensayo de la serie que archivo en una carpeta que titulé: “Años de escuela”.
Tormenta de noche sobre Culiacán. De día la tormenta la ponemos nosotros.

De día, la tormenta la ponemos nosotros.
lunes, 20 de octubre de 2008
Primeros años de ingeniería
Once estudiantes del Tecnológico originarios de Sinaloa, Sonora y Baja California; rentamos una hermosa residencia por la calle Hidalgo, dos cuadras al poniente de La Purísima, frente a un delgado camellón con palmeras. Mis compañeros de cuarto eran Lucano Carlos Orrantia Ferreira, culichi, y Julián Ignacio Gallego Monge de Tijuana. Allí estuvimos más de tres años hasta que nos fuimos recibiendo y dejando Monterrey. Vivimos en hermandad durante este bello tiempo pero una vez en nuestras ciudades de origen jamás nos buscamos para nada. Verdaderamente extraño e inexplicable.
Hicimos nuevas amigas. Gabriela, amable, dulce, lectora de revistas culturales, de biografías y de novelas de moda; Isabel, blanca, rubia, guapa y plantosa, buena para contar chistes y de risa fácil y confiada; Martha, de hermoso rostro y cierta timidez; María Isabel, que pretendía ser la jefa del grupo y era la organizadora de todos los eventos; Mary, un poco mayor que nosotros, simpática y realmente la conductora del rebaño, era cajera de Banco y llegó a gerente para cuando nosotros terminamos nuestras carreras y empezaríamos a trabajar. Eran también del grupo unas jóvenes de Tamaulipas: Guillermina y sus hermanas cuyos nombres y apellidos olvidé porque estas memorias debieron escribirse hace cincuenta años. Estas mujeres nos enseñaron a entender la amistad, apreciar la ternura, aquilatar la fidelidad. No hay con qué pagar lo que les debemos a estas jóvenes de nuestra edad, 23 a 24 años para cuando nos recibimos, que ya eran mujeres sensatas, maduras y listas para formar familias y que nos toleraron tantos años mientras nosotros transitábamos de estudiantes inmaduros y cabríos insensatos que apenas entendíamos la vida, a profesionistas a punto de asumir nuevas obligaciones. Seguramente ellas tenían sus razones y otros pretendientes más prometedores y formales pero el hecho es que nos aceptaban y nos tuvieron paciencia. Les correspondimos olvidándolas y jamás enterándonos que fue de sus vidas.
Me gustaría platicarles de dos que tres novias que tuve pero hay muchos moros en la costa.
Por amistad con Francisco Orozco, jugábamos básquetbol, originario de la Baja, conocí un grupo de estudio. Orozco se fue separando porque sería ingeniero mecánico, después se doctoró en ingeniería, mientras los demás aspiraban a ingeniería civil. Eran los mejores estudiantes de la generación que terminó sus estudios en 1958. Por fortuna me fueron aceptando y terminé siendo miembro de número. Con ligeras diferencias en retención, velocidad, capacidad de abstracción y organización mental de cada uno opino que: Luís Echeverri Said, del D.F., tiene el “foresight y feeling” de lo que es la ingeniería; Manuel Barahona Aguayo, de padre hondureño radicado en Monterrey; obtuvo el mejor promedio de calificaciones del grupo; Lauro Chapa Garza, de Sabinas, Coahuila; fue mención honorífica al graduarse; Tomás Cantú Martínez, de padre tamaulipeco y madre nayarita pero radicados en Monterrey; es el mejor industrial de la construcción. Casi nunca trabajaba con nosotros el mejor estudiante de la generación que era Miguel Ángel Macías Rendón, QEPD, que obtuvo el máximo galardón al graduarse: Premio al Saber.
“Los chico malos” que se sentaban en la última fila muy pronto nos apodaron: “Persignados”. Nos consideraban conservadores y dedicados y se burlaban que nos sentáramos en la primera fila del salón de clases. Sostenían que el orgullo estudiantil era pasarla bien y aprobar los exámenes sin mucho esfuerzo. Nadie puede cursar ingeniería civil con esa pretensión por lo que algunos de ellos deben haber sido particularmente brillantes. Recuerdo a Schiafino, Traslaviña, Pepé Cantú, Perro Quintana, Ojón Castaños, Borrega Gonzalez y a Plácido Garza.
La carrera se considera difícil más no tanto como otras ingenierías pero extrañamente sí es la que obtiene menos premios académicos en las fiestas de graduación general del Tec que se celebran anualmente.
La rutina que diariamente seguíamos era muy parecida. Todas las tardes, de lunes a viernes, Tomás pasaba por nosotros en su automóvil y en su casa durábamos horas haciendo tareas y estudiando. Un café después del estudio ya noche en alguna Farmacia Benavides y aquí se rompió una tasa. Sábados y domingos eran para divertirse con los amigos que cada quién tenía por separado salvo que las tareas ameritaran trabajar el fin de semana cuando se repetía la rutina acostumbrada. Este estudio cotidiano me permitió seguir aprobando exámenes y son los Persignados en buena parte responsables de que terminara la carrera.
En la época durante la que estudié, ingeniería civil tenía la pretensión de abarcar las disciplinas de ingeniería en general. No obstante la enorme diferencia entre las disciplinas, las universidades, que parecen no enterarse a tiempo de nada, todavía graduaban ingenieros mecánicos electricistas. Además, ya se advertía que en la electrónica estaría el futuro y que pronto sería otra carrera por separado. Los enormes avances en la aplicación de la química y la física ya tenían a Gagarin en el espacio. La energía atómica pasaba de las bombas a las plantas para producir energía controlada. La cibernética anunciaba su irrupción en nuestra vida diaria. Ya se conocían aplicaciones de nano-tecnología. No obstante lo anterior los civiles pretendíamos abarcarlas. ¡Qué desproporción! ¡Qué monumental soberbia! Así entonces, llevábamos cursos de ingeniería eléctrica con taller en donde aprendíamos a conectar generadores y motores; y cursábamos ingeniería química, orgánica e inorgánica, con laboratorio de análisis cualitativo. Actualmente ya no se imparten estas materias porque las básicas propiamente de ingeniería civil; como estática, dinámica, resistencia de materiales, mecánica de suelos, hidráulica y estructuras; ocupan toda la dedicación posible de los civiles. Estos primeros años de la carrera son muy difíciles. En ellos se estudia la teoría de la que partirán las aplicaciones como: puertos, presas, canales de navegación, ferrocarriles, carreteras, instalaciones de edificios y diseño y cálculo en acero y en concreto. No siendo ninguna de las aplicaciones extremadamente difícil, sí requieren de tan diferentes criterios que muy pocos cursan la carrera con buenas calificaciones en todas las materias.
Hicimos nuevas amigas. Gabriela, amable, dulce, lectora de revistas culturales, de biografías y de novelas de moda; Isabel, blanca, rubia, guapa y plantosa, buena para contar chistes y de risa fácil y confiada; Martha, de hermoso rostro y cierta timidez; María Isabel, que pretendía ser la jefa del grupo y era la organizadora de todos los eventos; Mary, un poco mayor que nosotros, simpática y realmente la conductora del rebaño, era cajera de Banco y llegó a gerente para cuando nosotros terminamos nuestras carreras y empezaríamos a trabajar. Eran también del grupo unas jóvenes de Tamaulipas: Guillermina y sus hermanas cuyos nombres y apellidos olvidé porque estas memorias debieron escribirse hace cincuenta años. Estas mujeres nos enseñaron a entender la amistad, apreciar la ternura, aquilatar la fidelidad. No hay con qué pagar lo que les debemos a estas jóvenes de nuestra edad, 23 a 24 años para cuando nos recibimos, que ya eran mujeres sensatas, maduras y listas para formar familias y que nos toleraron tantos años mientras nosotros transitábamos de estudiantes inmaduros y cabríos insensatos que apenas entendíamos la vida, a profesionistas a punto de asumir nuevas obligaciones. Seguramente ellas tenían sus razones y otros pretendientes más prometedores y formales pero el hecho es que nos aceptaban y nos tuvieron paciencia. Les correspondimos olvidándolas y jamás enterándonos que fue de sus vidas.
Me gustaría platicarles de dos que tres novias que tuve pero hay muchos moros en la costa.
Por amistad con Francisco Orozco, jugábamos básquetbol, originario de la Baja, conocí un grupo de estudio. Orozco se fue separando porque sería ingeniero mecánico, después se doctoró en ingeniería, mientras los demás aspiraban a ingeniería civil. Eran los mejores estudiantes de la generación que terminó sus estudios en 1958. Por fortuna me fueron aceptando y terminé siendo miembro de número. Con ligeras diferencias en retención, velocidad, capacidad de abstracción y organización mental de cada uno opino que: Luís Echeverri Said, del D.F., tiene el “foresight y feeling” de lo que es la ingeniería; Manuel Barahona Aguayo, de padre hondureño radicado en Monterrey; obtuvo el mejor promedio de calificaciones del grupo; Lauro Chapa Garza, de Sabinas, Coahuila; fue mención honorífica al graduarse; Tomás Cantú Martínez, de padre tamaulipeco y madre nayarita pero radicados en Monterrey; es el mejor industrial de la construcción. Casi nunca trabajaba con nosotros el mejor estudiante de la generación que era Miguel Ángel Macías Rendón, QEPD, que obtuvo el máximo galardón al graduarse: Premio al Saber.
“Los chico malos” que se sentaban en la última fila muy pronto nos apodaron: “Persignados”. Nos consideraban conservadores y dedicados y se burlaban que nos sentáramos en la primera fila del salón de clases. Sostenían que el orgullo estudiantil era pasarla bien y aprobar los exámenes sin mucho esfuerzo. Nadie puede cursar ingeniería civil con esa pretensión por lo que algunos de ellos deben haber sido particularmente brillantes. Recuerdo a Schiafino, Traslaviña, Pepé Cantú, Perro Quintana, Ojón Castaños, Borrega Gonzalez y a Plácido Garza.
La carrera se considera difícil más no tanto como otras ingenierías pero extrañamente sí es la que obtiene menos premios académicos en las fiestas de graduación general del Tec que se celebran anualmente.
La rutina que diariamente seguíamos era muy parecida. Todas las tardes, de lunes a viernes, Tomás pasaba por nosotros en su automóvil y en su casa durábamos horas haciendo tareas y estudiando. Un café después del estudio ya noche en alguna Farmacia Benavides y aquí se rompió una tasa. Sábados y domingos eran para divertirse con los amigos que cada quién tenía por separado salvo que las tareas ameritaran trabajar el fin de semana cuando se repetía la rutina acostumbrada. Este estudio cotidiano me permitió seguir aprobando exámenes y son los Persignados en buena parte responsables de que terminara la carrera.
En la época durante la que estudié, ingeniería civil tenía la pretensión de abarcar las disciplinas de ingeniería en general. No obstante la enorme diferencia entre las disciplinas, las universidades, que parecen no enterarse a tiempo de nada, todavía graduaban ingenieros mecánicos electricistas. Además, ya se advertía que en la electrónica estaría el futuro y que pronto sería otra carrera por separado. Los enormes avances en la aplicación de la química y la física ya tenían a Gagarin en el espacio. La energía atómica pasaba de las bombas a las plantas para producir energía controlada. La cibernética anunciaba su irrupción en nuestra vida diaria. Ya se conocían aplicaciones de nano-tecnología. No obstante lo anterior los civiles pretendíamos abarcarlas. ¡Qué desproporción! ¡Qué monumental soberbia! Así entonces, llevábamos cursos de ingeniería eléctrica con taller en donde aprendíamos a conectar generadores y motores; y cursábamos ingeniería química, orgánica e inorgánica, con laboratorio de análisis cualitativo. Actualmente ya no se imparten estas materias porque las básicas propiamente de ingeniería civil; como estática, dinámica, resistencia de materiales, mecánica de suelos, hidráulica y estructuras; ocupan toda la dedicación posible de los civiles. Estos primeros años de la carrera son muy difíciles. En ellos se estudia la teoría de la que partirán las aplicaciones como: puertos, presas, canales de navegación, ferrocarriles, carreteras, instalaciones de edificios y diseño y cálculo en acero y en concreto. No siendo ninguna de las aplicaciones extremadamente difícil, sí requieren de tan diferentes criterios que muy pocos cursan la carrera con buenas calificaciones en todas las materias.
martes, 13 de mayo de 2008
Años de Escuela. Segundo de preparatoria
Segundo de preparatoria
El Tecnológico me permitió presentar los cursos de inglés a título de suficiencia. Así entonces, por estar dividido el año escolar en semestres, desocupé cuatro horas de clases mientras cursaba preparatoria y las aproveché tomando cursos de profesional que no tuviesen incompatibilidad, esto es que no exigieran que hubiese tomado cursos anteriores. No pude adelantar estructuras metálicas mientras no terminara física de preparatoria y así pero encontré muchas materias que no tenían la incompatibilidad señalada. O sea que cuando me registré propiamente en la carrera de ingeniería civil, ya tenía cursadas varias materias de profesional. Conocí por lo tanto a muchas generaciones de compañeros ingenieros. En seis años hice preparatoria e ingeniería.
Estuve interno durante dos años. En el primer semestre de prepa me tocó de compañero de cuarto un estudiante que ya estaba cursando ingeniería. Se llama Pedro Fernández del Valle, alias Perico, y era a no dudarlo poblano. “Perro, perico y poblano: no los toques con la mano, tócalo con un palito porque es animal maldito” Nuestra actitud hacia todo era diferente. Él quería conocer a las muchachas de la alta sociedad de Monterrey, hacer amistad con la realeza regia, asistir solamente a eventos de categoría y jamás permitiría ser visto en bailes populares, cantinuchas, taquerías y cuchitriles o alternando con los “petroleros”, becados de PEMEX. Solamente admitía lo que correspondiera a su linaje y apellido. Sus pretensiones y presencia, sin embargo, eran modestas comparadas a las de otro compañero de cuarto que tuve en Loyola, en Los Ángeles, nada menos que don Federico Sáenz Larriba de Torreón, Coahuila. El más pretensioso y elegante de los culichis no le llega a los tobillos a don Federico. En el segundo semestre me asignaron a Roberto Stern, un joven judío, formal, piadoso, cumplido con su religión y dedicado estudiante. Con respeto, también con su ejemplo, me reclamaba que desperdiciara mi tiempo en correrías con los vagos de la escuela. En tercer semestre me asignaron a Juan Wiley, de Los Mochis, compañero ingeniero que exigía que nunca hablaras groserías contra las mujeres. Era anatema que dijeras: “pinches viejas” o cualquier común vituperio contra la mujer. Lección cuya validez acepto aunque nunca me he terminado de acostumbrar. Para el cuarto semestre nos fuimos a “La Silla” un viejo motel convertido por el Tec en internado separado del campus universitario. Allí nos agrupamos estudiantes de Sinaloa, Sonora y B.C. Después viviríamos en una casa de asistencia en calle Padre Mier, pocas cuadras antes de la iglesia La Purísima y enseguida, ya en profesional, en una hermosa residencia que rentamos en al Colonia María Luisa.
Los compañeros de Tijuana eran aficionados a los toros. Era frecuente que asistiéramos a las corridas. Para nuestra mala suerte la torería mexicana pasaba por un largo lapso en el que no había figuras. Calesero ya era viejo así como Procuna y Arruza que empezaba a rejonear. Espinoza, Silverio, Briones y Castro estaban retirados y el “Monstruo” español, Manolete, había fallecido. Toreaba Solórzano y un sinaloense Tirado pero ninguno era estrella todavía. El mejor mexicano de esa época era Joselito Huerta. Manolo Martínez, Eloy Cavazos, Curro Rivera y el español el Cordobés todavía no empezaban. Los españoles que se presentaban en Monterrey no eran grandes toreros. Borrero y el Litri mal sacaron las corridas que les vimos. En España eran grandes figuras Ordoñez y Dominguín pero poco venían a México por un pleito entre las comisiones de toreo.
La dificultad de ver toros es que tienes que asistir a todas las corridas de la temporada. Es frecuente que sean un desastre cruento y cruel. Sales decepcionado una y otra vez y dejas de asistir resultando que cuando faltas la corrida fue gloriosa. La tarde de tu ausencia los toros embestían, los picadores no los masacraron agotándolos, los toreros querían lucir su ballet de la muerte y los que habrían ido a la fiesta llegaban roncos de tanto gritar: “Ole, ole, torero, ole matador”. Sin embargo ocasionalmente se presentaba un espectáculo de toros muy hermoso: La rejoneada. Me tocó ver a Ángel Peralta, extraordinario; a Álvaro Domecq, un maestro; y a Carlos Arruza, los tres con severo traje andaluz. Me tocó la primera corrida en Monterrey de Gastón Santos que se presentaba con traje como si fuera paje de cuento de hadas. Bloqueando la entrada a sombra varios carros negros con los guardaespaldas de su padre, Gonzalo N. Santos, el famoso “Alazán Tostado” tan notorio en nuestra política nacional, que asistía a la presentación de su hijo en Monterrey.
Alguna vez debió haber sido club de gente adinerada pero, para 1954, el Terpsícore era para bailes populares que se llevaban a cabo en amplios jardines y en una gran casa club. Mil doncellas asistían pero daba trabajo encontrar quien bailara como en Culiacán, esto es abrazados y de cachetito. Secretarias de médicos y de abogados, mujeres de la gran clase media baja de Monterrey y demás trabajadoras de cuello blanco eran las asistentes. Aunque la entrada era cuidadosamente vigilada se colaban representantes de la profesión más vieja del mundo. Los caballeros éramos cientos de estudiantes del Tec y de la Universidad de Nuevo León. La ocasión propicia para rivalidades y pleitos.
Platicar con gente de Monterrey era impactante. Vivían y trabajaban todavía los padres de las generaciones que ahora son los dirigentes de la industria regiomontana. Aquellos señores que fundaron los consorcios actuales eran trabajadores y frugales. Jamás se exhibían como derrochadores, nunca como irresponsables. Por imitación, sus esposas y descendencia hacían gala de medidos y de ahorrativos. Pero las malas costumbres se propagan. Ahora los hijos de aquellos austeros señores presumen de vinos y champañas, de viajes y de dispendios: hasta parecen culichis.
Con el antecedente de la buena secundaria en Loyola no había problema para aprobar las clases de preparatoria. La terminé con muy buen promedio.
El Tecnológico me permitió presentar los cursos de inglés a título de suficiencia. Así entonces, por estar dividido el año escolar en semestres, desocupé cuatro horas de clases mientras cursaba preparatoria y las aproveché tomando cursos de profesional que no tuviesen incompatibilidad, esto es que no exigieran que hubiese tomado cursos anteriores. No pude adelantar estructuras metálicas mientras no terminara física de preparatoria y así pero encontré muchas materias que no tenían la incompatibilidad señalada. O sea que cuando me registré propiamente en la carrera de ingeniería civil, ya tenía cursadas varias materias de profesional. Conocí por lo tanto a muchas generaciones de compañeros ingenieros. En seis años hice preparatoria e ingeniería.
Estuve interno durante dos años. En el primer semestre de prepa me tocó de compañero de cuarto un estudiante que ya estaba cursando ingeniería. Se llama Pedro Fernández del Valle, alias Perico, y era a no dudarlo poblano. “Perro, perico y poblano: no los toques con la mano, tócalo con un palito porque es animal maldito” Nuestra actitud hacia todo era diferente. Él quería conocer a las muchachas de la alta sociedad de Monterrey, hacer amistad con la realeza regia, asistir solamente a eventos de categoría y jamás permitiría ser visto en bailes populares, cantinuchas, taquerías y cuchitriles o alternando con los “petroleros”, becados de PEMEX. Solamente admitía lo que correspondiera a su linaje y apellido. Sus pretensiones y presencia, sin embargo, eran modestas comparadas a las de otro compañero de cuarto que tuve en Loyola, en Los Ángeles, nada menos que don Federico Sáenz Larriba de Torreón, Coahuila. El más pretensioso y elegante de los culichis no le llega a los tobillos a don Federico. En el segundo semestre me asignaron a Roberto Stern, un joven judío, formal, piadoso, cumplido con su religión y dedicado estudiante. Con respeto, también con su ejemplo, me reclamaba que desperdiciara mi tiempo en correrías con los vagos de la escuela. En tercer semestre me asignaron a Juan Wiley, de Los Mochis, compañero ingeniero que exigía que nunca hablaras groserías contra las mujeres. Era anatema que dijeras: “pinches viejas” o cualquier común vituperio contra la mujer. Lección cuya validez acepto aunque nunca me he terminado de acostumbrar. Para el cuarto semestre nos fuimos a “La Silla” un viejo motel convertido por el Tec en internado separado del campus universitario. Allí nos agrupamos estudiantes de Sinaloa, Sonora y B.C. Después viviríamos en una casa de asistencia en calle Padre Mier, pocas cuadras antes de la iglesia La Purísima y enseguida, ya en profesional, en una hermosa residencia que rentamos en al Colonia María Luisa.
Los compañeros de Tijuana eran aficionados a los toros. Era frecuente que asistiéramos a las corridas. Para nuestra mala suerte la torería mexicana pasaba por un largo lapso en el que no había figuras. Calesero ya era viejo así como Procuna y Arruza que empezaba a rejonear. Espinoza, Silverio, Briones y Castro estaban retirados y el “Monstruo” español, Manolete, había fallecido. Toreaba Solórzano y un sinaloense Tirado pero ninguno era estrella todavía. El mejor mexicano de esa época era Joselito Huerta. Manolo Martínez, Eloy Cavazos, Curro Rivera y el español el Cordobés todavía no empezaban. Los españoles que se presentaban en Monterrey no eran grandes toreros. Borrero y el Litri mal sacaron las corridas que les vimos. En España eran grandes figuras Ordoñez y Dominguín pero poco venían a México por un pleito entre las comisiones de toreo.
La dificultad de ver toros es que tienes que asistir a todas las corridas de la temporada. Es frecuente que sean un desastre cruento y cruel. Sales decepcionado una y otra vez y dejas de asistir resultando que cuando faltas la corrida fue gloriosa. La tarde de tu ausencia los toros embestían, los picadores no los masacraron agotándolos, los toreros querían lucir su ballet de la muerte y los que habrían ido a la fiesta llegaban roncos de tanto gritar: “Ole, ole, torero, ole matador”. Sin embargo ocasionalmente se presentaba un espectáculo de toros muy hermoso: La rejoneada. Me tocó ver a Ángel Peralta, extraordinario; a Álvaro Domecq, un maestro; y a Carlos Arruza, los tres con severo traje andaluz. Me tocó la primera corrida en Monterrey de Gastón Santos que se presentaba con traje como si fuera paje de cuento de hadas. Bloqueando la entrada a sombra varios carros negros con los guardaespaldas de su padre, Gonzalo N. Santos, el famoso “Alazán Tostado” tan notorio en nuestra política nacional, que asistía a la presentación de su hijo en Monterrey.
Alguna vez debió haber sido club de gente adinerada pero, para 1954, el Terpsícore era para bailes populares que se llevaban a cabo en amplios jardines y en una gran casa club. Mil doncellas asistían pero daba trabajo encontrar quien bailara como en Culiacán, esto es abrazados y de cachetito. Secretarias de médicos y de abogados, mujeres de la gran clase media baja de Monterrey y demás trabajadoras de cuello blanco eran las asistentes. Aunque la entrada era cuidadosamente vigilada se colaban representantes de la profesión más vieja del mundo. Los caballeros éramos cientos de estudiantes del Tec y de la Universidad de Nuevo León. La ocasión propicia para rivalidades y pleitos.
Platicar con gente de Monterrey era impactante. Vivían y trabajaban todavía los padres de las generaciones que ahora son los dirigentes de la industria regiomontana. Aquellos señores que fundaron los consorcios actuales eran trabajadores y frugales. Jamás se exhibían como derrochadores, nunca como irresponsables. Por imitación, sus esposas y descendencia hacían gala de medidos y de ahorrativos. Pero las malas costumbres se propagan. Ahora los hijos de aquellos austeros señores presumen de vinos y champañas, de viajes y de dispendios: hasta parecen culichis.
Con el antecedente de la buena secundaria en Loyola no había problema para aprobar las clases de preparatoria. La terminé con muy buen promedio.
miércoles, 9 de abril de 2008
Años de Escuela. Primero de preparatoria
Primero de preparatoria
Después de unos días en Culiacán, una vez llegado de Los Ángeles, mi padre, don Arturo, me dijo: – El padre Barraza quiere hablar contigo.– Concerté cita con don José Lorenzo. Al llegar lo saludé en latín: –“Hola padre, qué se ofrece”– Me miró extrañado, aclaré: –Llevé cuatro años en la secundaria de jesuitas.– Bien,– dijo y fue al grano: – Te vi bajar del avión cuando llegaste. Tu comportamiento me extrañó porque es de soberbia y arrogancia. Así ni amigos vas a tener. ¿Por qué? Tu padre no es así y tu madre es dulce y cariñosa con todo el mundo. Vas a empezar tus estudios de profesional ya como un joven adulto y no te conviene esa actitud.– Sabía que el padre Barraza Mota y don Arturo eran amigos y que me aconsejaba con buena intención por lo que acepté la lección y la tarea que me impuso que les aseguro todavía me mantiene ocupado.
Hablaré de la preparatoria como la conocí. Esto es de dos años de estudio después de los tres de secundaria.
No sabría precisar cuál fue la razón de por qué deje de ser el mejor estudiante. Quizás contribuyeron varias circunstancias. Primero, el Tecnológico de Monterrey no me reconoció mis estudios de high school sino como secundaria y no incluyó ninguna materia de preparatoria. Mínimo debí haber entrado a segundo de preparatoria. La consecuencia de volver a cursar trigonometría y álgebra con los mismos textos que me habían dado dieces en high school, le quitó el reto a mis estudios. Así entonces, no era infrecuente que los maestros se fueran durante clases y me dejaran a cargo del grupo y de impartir la lección del día y que invariablemente me sacaran de los exámenes, para evitar me copiaran los compañeros. Sin embargo reconozco que después de cinco años en los EE.UU. no sabía adonde iban los acentos ortográficos y tuve que dedicarme a aprender español, historia de México y otras materias que me faltaban para completar la educación media superior.
Otra razón importante fue que mis amigos y compañeros ya estaban muy adelantados en su trato con las muchachas que buscábamos como amigas o novias y también con las empleadas del comercio del centro de Monterrey que procurábamos para intentar todo lo posible. En esos menesteres yo estaba muy atrasado y tuve que aprender por imitación, como posiblemente lo hagamos todos.
El problema es que los jóvenes admirados son los Donjuanes exitosos que no ofrecen el mejor ejemplo de buen trato a las mujeres. Aprendí a bailar, a hacer amigas y a noviar de la peor manera posible. Batallar y sufrir por no ser dominado ni mandilón. Luchar por someter a quienes se equivocaban queriéndote obligándolas a que soportaran desprecios y traiciones. Todavía me remuerde la consciencia de la enfermiza relación que considerábamos exitosa. Durante los siguientes años en dolorosa transición, gracias Dios, algo entendí. Que ellas participan del mismo juego y con frecuencia te toca perder: es cierto pero tardas en entender que nada pierdes enamorándote. Ya quisieras, pasado el tiempo, volver a ponerte en ese estado de distracción, mirada perdida y sin ganas de comer.
Nuestras primeras amigas fueron Silvia, Gloria y la hermana menor que no recuerdo su nombre. Morenas, hermosas y alegres fueron nuestras compañeras de nevería, de bailes y de paseos. Muchachas encantadoras a las que temíamos porque noviarlas implicaría compromisos serios. Creo que tenían un comercio de ropa de trabajo, no estoy seguro. Eran hacendosas y sensatas. Finalmente algunos de nosotros dieron el paso importante y se casaron con ellas.
La otra gracia era conocer cantinas, tomar de más sin hacer el ridículo, tramarte a golpes con quién fuera. Aprendizaje, innecesario si los hay, que nada tenía que ver con nuestra estadía en esa industriosa ciudad de Monterrey adonde nuestras familias nos enviaban a estudiar una carrera profesional.
Las amistades eran, desde luego, los paisanos sinaloenses pero también los sonorenses y los de Baja California. El Tecnológico había convenido con PEMEX que a cambio de que éste instalara talleres de mecánica y de electricidad el Tec becarían a hijos de trabajadores. Ciento ochenta estudiantes de Tamaulipas y Veracruz eran internos y se distinguían claramente por su manera de hablar, de vestir y desde luego por su tez morena. Les llamábamos: “petroleros”. Ninguno de los estudiantes, la mayoría hijos de gente rica de muchas ciudades del país, hacía amistad con los petroleros. Qué esperanzas que jóvenes originarios de San Luís Potosí, Puebla, Guadalajara, México y para el caso de Sonora o del norte del país fueran amigos de esta raza. Todo el mundo los evitaba y ellos se mantenían aparte. Solamente los sinaloenses simpatizábamos con ellos. Costeños como nosotros y con la misma costumbre de comer mariscos, tomar cerveza, bailar y bromear con picardía y crudeza; la misma afición por el béisbol y con el mismo estilo relajado y abierto; los sinaloenses convivíamos con ellos naturalmente. En verdad que vivíamos en dos mundos muy diferentes entre sí y sin problema alguno.
Monterrey tenía trescientos cincuenta mil habitantes. Era menor a la mitad del Culiacán actual. No había ningún restaurante de chinos, menos de japoneses que aun aquí son nuevos. No había sino una sola marisquería de cócteles desabridos. Muchos platillos regionales eran a base de carne molida, en cubitos o deshebrada aderezada con salsas poco picantes con sabor a laurel. El cabrito y las agujas son las comidas típicas y muy sabrosas si encuentras adonde los preparen debidamente. Sin embargo, había dos restaurantes árabes, por decirle así a la comida libanesa, y en la Calzada había un restaurante judío de comida kosher. Para muchos efectos era otro mundo no tan fácil de conocer. Hacer amistades con compañeros y amigas locales, o sea con los y las regias, no era cosa fácil.
El box siguió siendo afición preferida. Íbamos en grupo a ver pelear a Juan Bolaños, Kid Anahuac y a un buen boxeador local llamado Domingo Rivera. México todavía no daba a su afición grandes estrellas internacionales en este deporte. El único campeón que habíamos tenido, en los años cuarenta, era Juan Zurita. No cuento a uno de los más grandes campeones de todos los tiempos, Manuel Ortiz, porque no era propiamente mexicano ya que nació, creció e hizo su carrera en California. La aviada que traía de mis estudios en Loyola me acarreaba pasando las clase de preparatoria sin dificultades. Éstas ya se presentarían.
Después de unos días en Culiacán, una vez llegado de Los Ángeles, mi padre, don Arturo, me dijo: – El padre Barraza quiere hablar contigo.– Concerté cita con don José Lorenzo. Al llegar lo saludé en latín: –“Hola padre, qué se ofrece”– Me miró extrañado, aclaré: –Llevé cuatro años en la secundaria de jesuitas.– Bien,– dijo y fue al grano: – Te vi bajar del avión cuando llegaste. Tu comportamiento me extrañó porque es de soberbia y arrogancia. Así ni amigos vas a tener. ¿Por qué? Tu padre no es así y tu madre es dulce y cariñosa con todo el mundo. Vas a empezar tus estudios de profesional ya como un joven adulto y no te conviene esa actitud.– Sabía que el padre Barraza Mota y don Arturo eran amigos y que me aconsejaba con buena intención por lo que acepté la lección y la tarea que me impuso que les aseguro todavía me mantiene ocupado.
Hablaré de la preparatoria como la conocí. Esto es de dos años de estudio después de los tres de secundaria.
No sabría precisar cuál fue la razón de por qué deje de ser el mejor estudiante. Quizás contribuyeron varias circunstancias. Primero, el Tecnológico de Monterrey no me reconoció mis estudios de high school sino como secundaria y no incluyó ninguna materia de preparatoria. Mínimo debí haber entrado a segundo de preparatoria. La consecuencia de volver a cursar trigonometría y álgebra con los mismos textos que me habían dado dieces en high school, le quitó el reto a mis estudios. Así entonces, no era infrecuente que los maestros se fueran durante clases y me dejaran a cargo del grupo y de impartir la lección del día y que invariablemente me sacaran de los exámenes, para evitar me copiaran los compañeros. Sin embargo reconozco que después de cinco años en los EE.UU. no sabía adonde iban los acentos ortográficos y tuve que dedicarme a aprender español, historia de México y otras materias que me faltaban para completar la educación media superior.
Otra razón importante fue que mis amigos y compañeros ya estaban muy adelantados en su trato con las muchachas que buscábamos como amigas o novias y también con las empleadas del comercio del centro de Monterrey que procurábamos para intentar todo lo posible. En esos menesteres yo estaba muy atrasado y tuve que aprender por imitación, como posiblemente lo hagamos todos.
El problema es que los jóvenes admirados son los Donjuanes exitosos que no ofrecen el mejor ejemplo de buen trato a las mujeres. Aprendí a bailar, a hacer amigas y a noviar de la peor manera posible. Batallar y sufrir por no ser dominado ni mandilón. Luchar por someter a quienes se equivocaban queriéndote obligándolas a que soportaran desprecios y traiciones. Todavía me remuerde la consciencia de la enfermiza relación que considerábamos exitosa. Durante los siguientes años en dolorosa transición, gracias Dios, algo entendí. Que ellas participan del mismo juego y con frecuencia te toca perder: es cierto pero tardas en entender que nada pierdes enamorándote. Ya quisieras, pasado el tiempo, volver a ponerte en ese estado de distracción, mirada perdida y sin ganas de comer.
Nuestras primeras amigas fueron Silvia, Gloria y la hermana menor que no recuerdo su nombre. Morenas, hermosas y alegres fueron nuestras compañeras de nevería, de bailes y de paseos. Muchachas encantadoras a las que temíamos porque noviarlas implicaría compromisos serios. Creo que tenían un comercio de ropa de trabajo, no estoy seguro. Eran hacendosas y sensatas. Finalmente algunos de nosotros dieron el paso importante y se casaron con ellas.
La otra gracia era conocer cantinas, tomar de más sin hacer el ridículo, tramarte a golpes con quién fuera. Aprendizaje, innecesario si los hay, que nada tenía que ver con nuestra estadía en esa industriosa ciudad de Monterrey adonde nuestras familias nos enviaban a estudiar una carrera profesional.
Las amistades eran, desde luego, los paisanos sinaloenses pero también los sonorenses y los de Baja California. El Tecnológico había convenido con PEMEX que a cambio de que éste instalara talleres de mecánica y de electricidad el Tec becarían a hijos de trabajadores. Ciento ochenta estudiantes de Tamaulipas y Veracruz eran internos y se distinguían claramente por su manera de hablar, de vestir y desde luego por su tez morena. Les llamábamos: “petroleros”. Ninguno de los estudiantes, la mayoría hijos de gente rica de muchas ciudades del país, hacía amistad con los petroleros. Qué esperanzas que jóvenes originarios de San Luís Potosí, Puebla, Guadalajara, México y para el caso de Sonora o del norte del país fueran amigos de esta raza. Todo el mundo los evitaba y ellos se mantenían aparte. Solamente los sinaloenses simpatizábamos con ellos. Costeños como nosotros y con la misma costumbre de comer mariscos, tomar cerveza, bailar y bromear con picardía y crudeza; la misma afición por el béisbol y con el mismo estilo relajado y abierto; los sinaloenses convivíamos con ellos naturalmente. En verdad que vivíamos en dos mundos muy diferentes entre sí y sin problema alguno.
Monterrey tenía trescientos cincuenta mil habitantes. Era menor a la mitad del Culiacán actual. No había ningún restaurante de chinos, menos de japoneses que aun aquí son nuevos. No había sino una sola marisquería de cócteles desabridos. Muchos platillos regionales eran a base de carne molida, en cubitos o deshebrada aderezada con salsas poco picantes con sabor a laurel. El cabrito y las agujas son las comidas típicas y muy sabrosas si encuentras adonde los preparen debidamente. Sin embargo, había dos restaurantes árabes, por decirle así a la comida libanesa, y en la Calzada había un restaurante judío de comida kosher. Para muchos efectos era otro mundo no tan fácil de conocer. Hacer amistades con compañeros y amigas locales, o sea con los y las regias, no era cosa fácil.
El box siguió siendo afición preferida. Íbamos en grupo a ver pelear a Juan Bolaños, Kid Anahuac y a un buen boxeador local llamado Domingo Rivera. México todavía no daba a su afición grandes estrellas internacionales en este deporte. El único campeón que habíamos tenido, en los años cuarenta, era Juan Zurita. No cuento a uno de los más grandes campeones de todos los tiempos, Manuel Ortiz, porque no era propiamente mexicano ya que nació, creció e hizo su carrera en California. La aviada que traía de mis estudios en Loyola me acarreaba pasando las clase de preparatoria sin dificultades. Éstas ya se presentarían.
jueves, 3 de abril de 2008
Graduado de Loyola
En noviembre de 1951 nació el décimo Murillo Monge se llama Jorge, está actualmente de moda y verdaderamente que mis padres cerraron con broche de oro. A la segunda, Mercedes, le llevo dos años y a Jorge: diez y siete.
Cursé tercer año (junior) acompañando de los que escribían el periódico de la escuela y de los oradores y participantes del equipo de debates. Obtuve el sexto lugar general y me asignaron al grupo de elite para cuarto año. En este grupo llamado senior, el último de la secundaria americana, ya no había ningún deportista, ningún político, ni ningún activista. Éramos nerds, estudiosos e insoportables. Al graduarme en junio de 1952 terminé en primer lugar.
No me van a creer pero es la primera vez que lo digo y casi nadie conoce mi certificado de estudios donde se consigna este hecho. Esa era la política social de mi padre: Ser discreto, no provocar envidias, mantener un perfil bajo. Hasta ahora me animo a romper con ella. En este grupo selecto llevábamos física con taller, química con laboratorio y geometría del espacio además de sociología, inglés y temas contemporáneos. Los del grupo fácil llevaban taller mecánico, canto, educación física y demás.
Fui examinado dos veces para conocer mi I. Q. En el examen de California, el rango de I. Q. que se considera promedio es de 100, más o menos 10%. Abajo de 90 se tendrá dificultad para aprender y arriba de 110 se tiene facilidad. Ha habido importantes científicos con I.Q. debajo de 100 y muchísimos hombres exitosos que apenas alcanzan este promedio. Durante el primer año de high school, con año y medio en EE.UU. obtuve 101, al empezar el cuarto año, con cuatro años en los EE.UU. obtuve 119. Buenas marcas pero no fuera de serie. El promedio del grupo selecto de cuarto año era de 123 por lo que yo era de los que lo bajaban. Desde primaria hasta profesional, siempre tuve la suerte de tener de compañeros a dos que tres estudiantes excepcionales. No es humillante, simplemente así es.
En las idas y venidas a Los Ángeles tuve algunas experiencias relevantes. En un viaje conocí las “cebras” de Tijuana (burros con rayas pintadas) simpleza mayor para turistas, si alguna la hay. En varias ocasiones volé en DC3 de Aerovías Reforma de Culiacán a Tijuana con escala en Guaymas.
En otro viaje, cuando ya tenía diez y siete años, conocí a un joven de mi edad que me invitó al hipódromo de Delmar, ya en EE.UU cerca de Tijuana. Perdió su dinero y parte del mío y no permitía que yo dejara de jugar con ruegos y súplicas asegurándome que tenía información confidencial sobre el ganador de la siguiente carrera. Gemía cuando le decía que yo tenía que dejar de jugar. Cuando prácticamente me quedaba dinero solamente para continuar a Los Ángeles decidí retirarme del hipódromo. Tuve necesidad de ponerle las manos encima para poder irme asustado de lo buey que yo había sido. Qué humillante para mí que ya me creía un adulto experimentado. Qué tristeza ver de primera mano la compulsión del juego. A eso, que viví y que todavía me impresiona, nos estamos exponiendo con los garitos que autorizan las autoridades. Extrañamos al presidente Cárdenas que cerró el complejo de apuestas de Agua Caliente en Tijuana. Era también el burdel y el proveedor de drogas de Los Ángeles y San Diego. Qué tristeza que, olvidando nuestra historia y el problema de pobreza y droga-adicción que ya enfrentamos, no solamente se consigan anuencias para instalar casas de juego sino que tengan la afrenta de nombrarlas “Caliente”.
Fui invitado a pasar fines de semana en las montañas cerca de L.A. Con familias de compañeros conocí el lago Arrowhead y los campamentos para esquiar de los lagos Big Bear y Little Bear. En rústicas cabañas de madera, como antes en Altata para nada parecido a lo que ahora se estila; las familias, que gustaban del excursionismo y de los deportes de invierno, viajaban a las montañas igual que nosotros vamos a la playa. Aparte de lo extraño para un culichi de conocer la cultura de la nieve, estaba el atractivo de participar en cenas familiares con platillos que se comparten entre los comensales. Fondue, gravies grasientos sobre puré de papas o sobre carnes gordas cocidas y calientes y demás comidas obligadas como pescados de aguas frías con piel y grasa, huevos cocidos y demás ofensas culinarias que ayudan a soportar el frío.
Una gran experiencia fue inscribirme en el equipo de debates. Se preparaban temas de actualidad y se viajaba a competir contra otras secundarias del sur de California. Mi inglés mejoraba y en el último año, cinco en los EE.UU., llegué a pertenecer al equipo número dos de la escuela. El primer equipo lo formaban dos excelentes oradores que competían con éxito en los concursos regionales y nacionales de oratoria. Battaglia que sería primer secretario de California en el gobierno de Reagan y O’Donnell que es prestigiado ginecólogo en L.A. Éste último fue campeón de oratoria de los EE.UU. en concurso sobre héroes de su guerra de independencia.
Durante estos años se dio la intervención del ejército de EE.UU. en la guerra de Korea. En el verano de 1950 Truman envía tropas a Korea. McArthur es su comandante. En abril de 1951 Truman le quita el mando a McArthur y le ordena regresar a EE.UU. Trascendió que habría habido desacato de McArthur a las órdenes de su comandante, o sea el presidente, sobre la estrategia militar conveniente dada la intervención de China en el conflicto. McArthur no entendía el concepto de respuesta militar limitada, no comprendía por qué los EE.UU. no usaran todo su poderío militar para ganar la guerra. Esto incluía las bombas atómicas. El pueblo americano recibió con muestras de gran simpatía al general tanto en San Francisco como en Nueva York pero su intento de candidatura a la presidencia fue un fracaso. La guerra continuó hasta su estancamiento en el invierno de 1952 y terminó con los tratados de Panmunjon en 1953. Korea es la primera guerra que EE.UU. no gana; seguiría Vietnam que fue la primera que pierde, lección que no aprenden porque están a punto de perder la de Iraq.Al graduarme pronostiqué que me convertiría en ingeniero civil. Fui inscrito en el Tecnológico de Monterrey adonde pasé los siguientes seis años volviendo realidad mis augurios.
Cursé tercer año (junior) acompañando de los que escribían el periódico de la escuela y de los oradores y participantes del equipo de debates. Obtuve el sexto lugar general y me asignaron al grupo de elite para cuarto año. En este grupo llamado senior, el último de la secundaria americana, ya no había ningún deportista, ningún político, ni ningún activista. Éramos nerds, estudiosos e insoportables. Al graduarme en junio de 1952 terminé en primer lugar.
No me van a creer pero es la primera vez que lo digo y casi nadie conoce mi certificado de estudios donde se consigna este hecho. Esa era la política social de mi padre: Ser discreto, no provocar envidias, mantener un perfil bajo. Hasta ahora me animo a romper con ella. En este grupo selecto llevábamos física con taller, química con laboratorio y geometría del espacio además de sociología, inglés y temas contemporáneos. Los del grupo fácil llevaban taller mecánico, canto, educación física y demás.
Fui examinado dos veces para conocer mi I. Q. En el examen de California, el rango de I. Q. que se considera promedio es de 100, más o menos 10%. Abajo de 90 se tendrá dificultad para aprender y arriba de 110 se tiene facilidad. Ha habido importantes científicos con I.Q. debajo de 100 y muchísimos hombres exitosos que apenas alcanzan este promedio. Durante el primer año de high school, con año y medio en EE.UU. obtuve 101, al empezar el cuarto año, con cuatro años en los EE.UU. obtuve 119. Buenas marcas pero no fuera de serie. El promedio del grupo selecto de cuarto año era de 123 por lo que yo era de los que lo bajaban. Desde primaria hasta profesional, siempre tuve la suerte de tener de compañeros a dos que tres estudiantes excepcionales. No es humillante, simplemente así es.
En las idas y venidas a Los Ángeles tuve algunas experiencias relevantes. En un viaje conocí las “cebras” de Tijuana (burros con rayas pintadas) simpleza mayor para turistas, si alguna la hay. En varias ocasiones volé en DC3 de Aerovías Reforma de Culiacán a Tijuana con escala en Guaymas.
En otro viaje, cuando ya tenía diez y siete años, conocí a un joven de mi edad que me invitó al hipódromo de Delmar, ya en EE.UU cerca de Tijuana. Perdió su dinero y parte del mío y no permitía que yo dejara de jugar con ruegos y súplicas asegurándome que tenía información confidencial sobre el ganador de la siguiente carrera. Gemía cuando le decía que yo tenía que dejar de jugar. Cuando prácticamente me quedaba dinero solamente para continuar a Los Ángeles decidí retirarme del hipódromo. Tuve necesidad de ponerle las manos encima para poder irme asustado de lo buey que yo había sido. Qué humillante para mí que ya me creía un adulto experimentado. Qué tristeza ver de primera mano la compulsión del juego. A eso, que viví y que todavía me impresiona, nos estamos exponiendo con los garitos que autorizan las autoridades. Extrañamos al presidente Cárdenas que cerró el complejo de apuestas de Agua Caliente en Tijuana. Era también el burdel y el proveedor de drogas de Los Ángeles y San Diego. Qué tristeza que, olvidando nuestra historia y el problema de pobreza y droga-adicción que ya enfrentamos, no solamente se consigan anuencias para instalar casas de juego sino que tengan la afrenta de nombrarlas “Caliente”.
Fui invitado a pasar fines de semana en las montañas cerca de L.A. Con familias de compañeros conocí el lago Arrowhead y los campamentos para esquiar de los lagos Big Bear y Little Bear. En rústicas cabañas de madera, como antes en Altata para nada parecido a lo que ahora se estila; las familias, que gustaban del excursionismo y de los deportes de invierno, viajaban a las montañas igual que nosotros vamos a la playa. Aparte de lo extraño para un culichi de conocer la cultura de la nieve, estaba el atractivo de participar en cenas familiares con platillos que se comparten entre los comensales. Fondue, gravies grasientos sobre puré de papas o sobre carnes gordas cocidas y calientes y demás comidas obligadas como pescados de aguas frías con piel y grasa, huevos cocidos y demás ofensas culinarias que ayudan a soportar el frío.
Una gran experiencia fue inscribirme en el equipo de debates. Se preparaban temas de actualidad y se viajaba a competir contra otras secundarias del sur de California. Mi inglés mejoraba y en el último año, cinco en los EE.UU., llegué a pertenecer al equipo número dos de la escuela. El primer equipo lo formaban dos excelentes oradores que competían con éxito en los concursos regionales y nacionales de oratoria. Battaglia que sería primer secretario de California en el gobierno de Reagan y O’Donnell que es prestigiado ginecólogo en L.A. Éste último fue campeón de oratoria de los EE.UU. en concurso sobre héroes de su guerra de independencia.
Durante estos años se dio la intervención del ejército de EE.UU. en la guerra de Korea. En el verano de 1950 Truman envía tropas a Korea. McArthur es su comandante. En abril de 1951 Truman le quita el mando a McArthur y le ordena regresar a EE.UU. Trascendió que habría habido desacato de McArthur a las órdenes de su comandante, o sea el presidente, sobre la estrategia militar conveniente dada la intervención de China en el conflicto. McArthur no entendía el concepto de respuesta militar limitada, no comprendía por qué los EE.UU. no usaran todo su poderío militar para ganar la guerra. Esto incluía las bombas atómicas. El pueblo americano recibió con muestras de gran simpatía al general tanto en San Francisco como en Nueva York pero su intento de candidatura a la presidencia fue un fracaso. La guerra continuó hasta su estancamiento en el invierno de 1952 y terminó con los tratados de Panmunjon en 1953. Korea es la primera guerra que EE.UU. no gana; seguiría Vietnam que fue la primera que pierde, lección que no aprenden porque están a punto de perder la de Iraq.Al graduarme pronostiqué que me convertiría en ingeniero civil. Fui inscrito en el Tecnológico de Monterrey adonde pasé los siguientes seis años volviendo realidad mis augurios.
viernes, 14 de marzo de 2008
Años de escuela. Arribo a Loyola
Arribo a Loyola
Cursé el primero (freshman) y segundo año (sophmore) de high school en los años escolares de septiembre de 1948 a junio de 1950. Éste año nació mi hermanita Margarita. Inteligente, observadora y curiosa, alegró durante años a mis padres y a mi tía Carmelita con sus reportajes de los acontecimientos del barrio.
La primera noche que me quedé solo en Loyola, al entrar al cuarto para cuatro internos recién ingresados a primer año, dos de ellos torturaban a uno más pequeño tirándole sus libros al suelo. Entré y ordené que pararan el juego. Los jovenzuelos americanos, de mayor tamaño que yo, se me quedaron viendo, no entendían lo que les decía porque yo era tan pequeño como el torturado. Debo haber tenido un lenguaje corporal convincente o bien todavía despedía el tufillo de la correccional en donde había estado, el hecho es que obedecieron. En adelante Walter Bell, que así se llamaba la victima, sería mi amigo. Decidido a conocer la literatura de EE.UU., Walter tenía tarjeta de la biblioteca pública de Los Ángeles, yo todavía conservo la que me insistió consiguiera, y él sacaba tres libros a la semana, mismos que leía en ese lapso. Al tiempo Walter sufrió varias crisis nerviosas y fue corrido de la escuela después que intentó suicidarse. Sería readmitido y se graduó en Loyola. Walter era amigo de un estudiante también de Loyola que era hijo de chinos de L.A. cuyo padre tenía la más grande colección de grabaciones de todo tipo de música clásica. Me tocó escuchar a Caruso en discos cilindrícos de pasta, presencié discusiones sobre las virtudes de dirección de Furtwangler y de Toscanini. En fin, que tuve que seguir protegiendo de las burlas y agresiones de los demás compañeros tanto a Walter como a su amigo chino.
Loyola tenía un sistema educativo que fuera imposible en estos tiempos más democráticos, didácticos o lo que sean. Desde el primer grado seleccionaban a los alumnos que estimaban podían con mayor carga de trabajo para colocarlos en grupos jerárquicos de capacidad. Por haber obtenido pobres resultados en el examen de admisión, me colocaron en el grupo más fácil para cursar el primer año. Fueron mis amigos los mejores deportistas de la escuela y los políticos estudiantiles que pedían el voto para llegar a la directiva de la sociedad de alumnos. Al empezar el segundo grado, no me pasaron al grupo selecto sino a uno intermedio no obstante que en primero obtuve el doceavo lugar general pero creyeron que habría tenido la ventaja del grupo fácil de primero. Este grupo de nivel intermedio tenía, aparte de algunos deportistas, a los actores del programa de teatro. Obtuve el octavo lugar y todavía así no me colocaron en el mejor grupo.
Por razones patrióticas, por no saludar la bandera de EE.UU. a diario y prometer lealtad a la misma, no participé del entrenamiento militar que Loyola ofrecía. R.O.T.C. (Cuerpo de entrenamiento de oficiales de reserva) No aprendí a desarmar la Colt 45, el Garand 30, ni el BAR. No aprendí a leer mapas militares, ni a marchar en formación. No me tocó ser enseñado a tirar al blanco con munición verdadera en el campo de tiro del colegio y por tanto no participé en los concursos de tiro regionales y nacionales. Ahora considero exagerado mi patriotismo. Me pregunto: ¿Con qué dispensa especial asisten los cadetes del H. Colegio Militar a estudiar a la academia militar de West Point o bien los estudiantes mexicanos que han asistido a academias militares en los EE.UU.?
Los jesuitas lograron que dejara de pelear con mis condiscípulos. Cuando llegué al internado para el segundo año, me asignaron de compañero de habitación al campeón de box de la escuela que además corría las carreras de 400 y 800 metros, jugaba fútbol americano, estaba en cuarto grado y era desde luego mayor que yo. Un joven judío, Jack Roth, que era becado y tenía la recomendación de hacerme hacer ejercicio para que equilibrara el tiempo entre el estudio y el ejercicio. A partir de entonces ningún estudiante de mayor edad o tamaño se atrevería a buscarme camorra, debido a mi compañero de cuarto, como tampoco lo harían los de mi edad en virtud de mi entrenamiento diario. Como consecuencia de una mayor seguridad personal me fui volviendo pacífico pero me quedó la costumbre, de por vida, de hacer sentadillas, lagartijas, abdominales, brincar cuerda y hacer sombra.
En 1948 se empezó a sembrar con agua de la recién inaugurada Presa de Sanalona. La construcción de la presa y del sistema de riego, el desmonte del Valle y las primera cosechas dieron a Culiacán a sus primeros jóvenes con dinero de sobra. Empiezan los sueños de grandeza y las conversaciones son de whiskey y cognac, de la tambora, las serenatas, los viajes, las mujeres y el dispendio. Me tocó escucharlos repetidas veces: son las mismas actitudes de ahora que de entonces nos vienen. El alarde, la fantochada, el desprecio por los que no sabían gastar. Muchos se extraviaron en el camino.
En 1949 los Estados Unidos perdieron China. Nunca fue de ellos pero así se expresaban en los EE.UU. para indicar que el partido comunista de Mao Zedong había triunfado en su guerra civil contra los nacionalistas de Chiang Kai-Shek. Los dos bandos reclamaban ser sucesores de la republica fundada por el Dr. Sun Yat-Sen después del derrocamiento de la dinastía Manchú. Se conocen como “China Hands” a los funcionarios del Servicio Exterior de los EE.UU. que informaban a su gobierno que los nacionalistas eran incompetentes y corruptos y que perderían eventualmente con los comunistas. Recomendaban, además, como táctica práctica y sensata el negociar con Mao y Shou En-Lai. Sabían que China era una nación con su propio carácter y que sus dirigentes no eran lacayos de Stalin ni de Rusia. Curiosamente el general, jefe de las tropas de EE.UU. en el continente asiático durante la guerra contra Japón, informaba y recomendaba exactamente lo mismo. Al regresar a EE.UU. después de la guerra, el general Stilwell fue silenciado por sus superiores. Sus documentos se conocen porque su viuda, enojada por los atropellos morales contra su esposo, los hizo públicos. Se supo entonces que Stilwell se refería a Chiang Kai-Check como “cacahuate” y como éste se hacía llamar “generalísimo”, Stilwell le decía a Madame Chiang la “madamísima” que conlleva en inglés la connotación de regenteadora de burdel o madrota. Shou En-Lai asistió al sepelio de Stilwell en los EE.UU. A los China Hands les arruinaron sus carreras en el servicio diplomático y los persiguieron, durante el McCarthismo, como simpatizantes comunistas. Conocían el país y a los protagonistas de ese tiempo mejor que nadie puesto que muchos eran nacidos y habían sido criados y educados allá porque eran hijos de misioneros en China. Su pecado fue informar honestamente a su gobierno de lo que sucedía. Es muy común que los superiores se molesten con noticias que no quieren escuchar.
Cursé el primero (freshman) y segundo año (sophmore) de high school en los años escolares de septiembre de 1948 a junio de 1950. Éste año nació mi hermanita Margarita. Inteligente, observadora y curiosa, alegró durante años a mis padres y a mi tía Carmelita con sus reportajes de los acontecimientos del barrio.
La primera noche que me quedé solo en Loyola, al entrar al cuarto para cuatro internos recién ingresados a primer año, dos de ellos torturaban a uno más pequeño tirándole sus libros al suelo. Entré y ordené que pararan el juego. Los jovenzuelos americanos, de mayor tamaño que yo, se me quedaron viendo, no entendían lo que les decía porque yo era tan pequeño como el torturado. Debo haber tenido un lenguaje corporal convincente o bien todavía despedía el tufillo de la correccional en donde había estado, el hecho es que obedecieron. En adelante Walter Bell, que así se llamaba la victima, sería mi amigo. Decidido a conocer la literatura de EE.UU., Walter tenía tarjeta de la biblioteca pública de Los Ángeles, yo todavía conservo la que me insistió consiguiera, y él sacaba tres libros a la semana, mismos que leía en ese lapso. Al tiempo Walter sufrió varias crisis nerviosas y fue corrido de la escuela después que intentó suicidarse. Sería readmitido y se graduó en Loyola. Walter era amigo de un estudiante también de Loyola que era hijo de chinos de L.A. cuyo padre tenía la más grande colección de grabaciones de todo tipo de música clásica. Me tocó escuchar a Caruso en discos cilindrícos de pasta, presencié discusiones sobre las virtudes de dirección de Furtwangler y de Toscanini. En fin, que tuve que seguir protegiendo de las burlas y agresiones de los demás compañeros tanto a Walter como a su amigo chino.
Loyola tenía un sistema educativo que fuera imposible en estos tiempos más democráticos, didácticos o lo que sean. Desde el primer grado seleccionaban a los alumnos que estimaban podían con mayor carga de trabajo para colocarlos en grupos jerárquicos de capacidad. Por haber obtenido pobres resultados en el examen de admisión, me colocaron en el grupo más fácil para cursar el primer año. Fueron mis amigos los mejores deportistas de la escuela y los políticos estudiantiles que pedían el voto para llegar a la directiva de la sociedad de alumnos. Al empezar el segundo grado, no me pasaron al grupo selecto sino a uno intermedio no obstante que en primero obtuve el doceavo lugar general pero creyeron que habría tenido la ventaja del grupo fácil de primero. Este grupo de nivel intermedio tenía, aparte de algunos deportistas, a los actores del programa de teatro. Obtuve el octavo lugar y todavía así no me colocaron en el mejor grupo.
Por razones patrióticas, por no saludar la bandera de EE.UU. a diario y prometer lealtad a la misma, no participé del entrenamiento militar que Loyola ofrecía. R.O.T.C. (Cuerpo de entrenamiento de oficiales de reserva) No aprendí a desarmar la Colt 45, el Garand 30, ni el BAR. No aprendí a leer mapas militares, ni a marchar en formación. No me tocó ser enseñado a tirar al blanco con munición verdadera en el campo de tiro del colegio y por tanto no participé en los concursos de tiro regionales y nacionales. Ahora considero exagerado mi patriotismo. Me pregunto: ¿Con qué dispensa especial asisten los cadetes del H. Colegio Militar a estudiar a la academia militar de West Point o bien los estudiantes mexicanos que han asistido a academias militares en los EE.UU.?
Los jesuitas lograron que dejara de pelear con mis condiscípulos. Cuando llegué al internado para el segundo año, me asignaron de compañero de habitación al campeón de box de la escuela que además corría las carreras de 400 y 800 metros, jugaba fútbol americano, estaba en cuarto grado y era desde luego mayor que yo. Un joven judío, Jack Roth, que era becado y tenía la recomendación de hacerme hacer ejercicio para que equilibrara el tiempo entre el estudio y el ejercicio. A partir de entonces ningún estudiante de mayor edad o tamaño se atrevería a buscarme camorra, debido a mi compañero de cuarto, como tampoco lo harían los de mi edad en virtud de mi entrenamiento diario. Como consecuencia de una mayor seguridad personal me fui volviendo pacífico pero me quedó la costumbre, de por vida, de hacer sentadillas, lagartijas, abdominales, brincar cuerda y hacer sombra.
En 1948 se empezó a sembrar con agua de la recién inaugurada Presa de Sanalona. La construcción de la presa y del sistema de riego, el desmonte del Valle y las primera cosechas dieron a Culiacán a sus primeros jóvenes con dinero de sobra. Empiezan los sueños de grandeza y las conversaciones son de whiskey y cognac, de la tambora, las serenatas, los viajes, las mujeres y el dispendio. Me tocó escucharlos repetidas veces: son las mismas actitudes de ahora que de entonces nos vienen. El alarde, la fantochada, el desprecio por los que no sabían gastar. Muchos se extraviaron en el camino.
En 1949 los Estados Unidos perdieron China. Nunca fue de ellos pero así se expresaban en los EE.UU. para indicar que el partido comunista de Mao Zedong había triunfado en su guerra civil contra los nacionalistas de Chiang Kai-Shek. Los dos bandos reclamaban ser sucesores de la republica fundada por el Dr. Sun Yat-Sen después del derrocamiento de la dinastía Manchú. Se conocen como “China Hands” a los funcionarios del Servicio Exterior de los EE.UU. que informaban a su gobierno que los nacionalistas eran incompetentes y corruptos y que perderían eventualmente con los comunistas. Recomendaban, además, como táctica práctica y sensata el negociar con Mao y Shou En-Lai. Sabían que China era una nación con su propio carácter y que sus dirigentes no eran lacayos de Stalin ni de Rusia. Curiosamente el general, jefe de las tropas de EE.UU. en el continente asiático durante la guerra contra Japón, informaba y recomendaba exactamente lo mismo. Al regresar a EE.UU. después de la guerra, el general Stilwell fue silenciado por sus superiores. Sus documentos se conocen porque su viuda, enojada por los atropellos morales contra su esposo, los hizo públicos. Se supo entonces que Stilwell se refería a Chiang Kai-Check como “cacahuate” y como éste se hacía llamar “generalísimo”, Stilwell le decía a Madame Chiang la “madamísima” que conlleva en inglés la connotación de regenteadora de burdel o madrota. Shou En-Lai asistió al sepelio de Stilwell en los EE.UU. A los China Hands les arruinaron sus carreras en el servicio diplomático y los persiguieron, durante el McCarthismo, como simpatizantes comunistas. Conocían el país y a los protagonistas de ese tiempo mejor que nadie puesto que muchos eran nacidos y habían sido criados y educados allá porque eran hijos de misioneros en China. Su pecado fue informar honestamente a su gobierno de lo que sucedía. Es muy común que los superiores se molesten con noticias que no quieren escuchar.
sábado, 8 de marzo de 2008
Años de escuela. Octavo de primaria
Octavo de primaria
En el verano de 1947, en Guadalajara, nace Teresa, mi hermosa hermanita. Alta y parecida a mi madre nos hemos vuelto amigos en los últimos años.
Fracasado el intento de inscribirme en una secundaria, mi padre decide llevarme y visitar escuelas personalmente. Primero vamos a St. Catherine’s, una junior high católica militarizada. Acababan de tener de alumnos a varios culichis y no quieren a otro más. Visitamos, St. John’s que era otra escuela católica militarizada adonde había estado otro primo y consecuentemente me rechazan. Visitamos al obispo auxiliar de Los Ángeles, señor McGuken que había sido invitado al Congreso Eucarístico que se había celebrado en Culiacán en 1943 para festejar el fin del acoso a la iglesia. Mi padre le había atendido durante su visita. Recomienda St John Bosco que dependía de la diócesis y que era casi reformatorio. Le di lastima al padre director y G. a D. seguimos buscando. Ingreso, por fin, a octavo grado de la primaria americana en una escuela recién fundada por monjas irlandesas. No sé bien si era orfanato o reformatorio pero por suerte los grados de sexto, séptimo y octavo estábamos en un mismo salón y para quien desconocía el idioma era una situación ideal recibir clases sobre temas conocidos, en tanto que yo había cursado primero de secundaria en Guadalajara.
En menos que se los cuento me tramo a puñetazos con un gringo rubio de mi tamaño, parecido a Richard Windmark. Nos separan. Poco después, me enfrento a uno más grande que yo y no me va tan mal. A los pocos días me encuentro en el gimnasio rodeado de compañeros y sin monjas a la vista. Un jovenzuelo alto y muy fuerte, apellidado Tuna, aparentemente el jefe del grupo me dice: – No queremos dificultades en la escuela. Aquí tenemos jerarquía y todo el mundo se disciplina. ¿Te animas a pelear conmigo? – No, le contesto. – (Tengo mal carácter pero no como lumbre) – Bien, le entras a Windmark.– Sí, le digo.– Y empezamos a pelear. Me revienta la nariz, me pone un ojo morado y nos separan. –Ya está. – dice Tuna – Yo soy el que manda, Windmark es el segundo y tú el tercero, los demás obedecen. Qué tanto de esto que pasaba era del conocimiento de las monjas, no estoy seguro pero pienso que todo estaba dirigido por ellas. Deben haber administrado un penal en Irlanda antes de venir a los EE.UU.
Banshee, espíritu de mujer en gaélico, es el equivalente de nuestra Llorona. La gente pequeña, o sean los “leperchauns” o duendes irlandeses son iguales de tamaño y de traviesos, y a veces de crueles, que nuestros “fascicos”, tristemente a punto de desaparecer del folklore sinaloense. Recuerdan el estribillo que decía: “Ese fascico que está en la quesera, que meta la pata que tiene de fuera” También tienen tamaño y carácter similar los “aluxes” yucatecos, que son o bien juguetones o bien auxiliares de Xtabay, la mujer de blanco asociada a la luna, que encanta y devora a los hombres en los montes de nuestra hermana república de Yucatán. Así también son los nibelungos, enanos que atesoran y guardan oro del río Rin en la mitología germana.
Todo el encanto de los irlandeses, pueblo pobre y enamorado, de gente soñadora, pendenciera, indolente y desobligada me llega sumándose a las tradiciones españolas, mestizas e indias heredadas de la infancia. (Mencionar que Irlanda es, en los últimos años, el país de más rápido crecimiento de Europa le quita romanticismo a este comentario pero por otra parte da esperanzas de algún día México despertará) Aparecidos, encantamientos, talismanes, entierros, tesoros nunca hallados escondidos por afamados bandidos, el Nahual, las apariciones del demonio y las noches en las que las lechuzas y tecolotes se precipitan sobre los techos de las casas asustando con sus golpes a todo el mundo. En breves siete meses cantando canciones de añoranza de la tierra que se dejó, de la novia que se quedó en Irlanda, del novio que prometió volver, de la banda del pueblo, de la cantina y la cerveza regional y del verde valle que apenas se distingue entre la tenue bruma de la mañana: como ven son las mismas letras de nuestras canciones (Al golpe del alba la niebla es ligera); aprendo inglés y tomo el examen de admisión a Loyola High School.
Las monjas reúnen a todos los alumnos para anunciar orgullosas que un par de sus internos, un tal Murphy y yo, aplicaremos, como se dice ahora, a Loyola. Nos conminan a representar dignamente a la escuela. Imaginen, recién llegadas y pronto tendrán ex alumnos en la preparatoria de los jesuitas. ¡Qué orgullo!
Días después las monjas no nos hablan. Cuando las pasamos en los pasillos nos voltean la cara. El par de burros habíamos reprobado el examen de admisión. ¡Qué decepción, qué vergüenza!
Avisan a don Arturo que yo había obtenido el lugar 250 de 500 solicitantes y que Loyola admitía solamente a los primeros 200 examinados. A mi padre no se le hace tan malo el lugar obtenido puesto que yo tenía apenas siete meses en EE.UU. Vuelve con el obispo McGuken que había recomendado la primaria un año antes y frente a él me pregunta:
– ¿Verdad mijo que no es tonto?
– No apá.– le contesto.
– Ya ve, su señoría, le hace la lucha. ¿Verdad mijo que quiere estudiar?
– Sí apá.
– Ya ve su señoría, el muchacho tiene voluntad.
El obispo ríe con el auto alegórico, enseguida habla conmigo en inglés, le constaba que un año antes yo no sabía el idioma, luego habla con la monja directora de la primaria y después de muchos ruegos, mi padre le convence que me recomiende a Loyola. Así fue como ingresé a la académicamente más prestigiada secundaria del área metropolitana de Los Ángeles.
A McGuken no le era fácil recomendarme. El obispo, administrador y pastor de su diócesis, autoriza el establecimiento a las órdenes religiosas que soliciten residencia en su territorio. Además da permiso, en su circunscripción, a los sacerdotes para oficiar los sacramentos y atender feligreses. Sin embargo, una vez establecidas, las órdenes que no pertenezcan al clero regular, dejan para muchos efectos de depender de la autoridad episcopal ya que ellas tienen sus propias autoridades. McGuken tendría que solicitar un favor de los jesuitas al recomendar mi admisión a Loyola. ¿Cómo le cobrarían? Éste era quizás su problema. McGuken era además solamente obispo auxiliar. Así de persuasivo solía ser don Arturo.
Paso el verano de 1948 en Guadalajara, como siempre, pero me empieza a inquietar el estudiar fuera y el no pasar el verano en Culiacán. Además ya soy un adolescente de 14 completos años.
En el verano de 1947, en Guadalajara, nace Teresa, mi hermosa hermanita. Alta y parecida a mi madre nos hemos vuelto amigos en los últimos años.
Fracasado el intento de inscribirme en una secundaria, mi padre decide llevarme y visitar escuelas personalmente. Primero vamos a St. Catherine’s, una junior high católica militarizada. Acababan de tener de alumnos a varios culichis y no quieren a otro más. Visitamos, St. John’s que era otra escuela católica militarizada adonde había estado otro primo y consecuentemente me rechazan. Visitamos al obispo auxiliar de Los Ángeles, señor McGuken que había sido invitado al Congreso Eucarístico que se había celebrado en Culiacán en 1943 para festejar el fin del acoso a la iglesia. Mi padre le había atendido durante su visita. Recomienda St John Bosco que dependía de la diócesis y que era casi reformatorio. Le di lastima al padre director y G. a D. seguimos buscando. Ingreso, por fin, a octavo grado de la primaria americana en una escuela recién fundada por monjas irlandesas. No sé bien si era orfanato o reformatorio pero por suerte los grados de sexto, séptimo y octavo estábamos en un mismo salón y para quien desconocía el idioma era una situación ideal recibir clases sobre temas conocidos, en tanto que yo había cursado primero de secundaria en Guadalajara.
En menos que se los cuento me tramo a puñetazos con un gringo rubio de mi tamaño, parecido a Richard Windmark. Nos separan. Poco después, me enfrento a uno más grande que yo y no me va tan mal. A los pocos días me encuentro en el gimnasio rodeado de compañeros y sin monjas a la vista. Un jovenzuelo alto y muy fuerte, apellidado Tuna, aparentemente el jefe del grupo me dice: – No queremos dificultades en la escuela. Aquí tenemos jerarquía y todo el mundo se disciplina. ¿Te animas a pelear conmigo? – No, le contesto. – (Tengo mal carácter pero no como lumbre) – Bien, le entras a Windmark.– Sí, le digo.– Y empezamos a pelear. Me revienta la nariz, me pone un ojo morado y nos separan. –Ya está. – dice Tuna – Yo soy el que manda, Windmark es el segundo y tú el tercero, los demás obedecen. Qué tanto de esto que pasaba era del conocimiento de las monjas, no estoy seguro pero pienso que todo estaba dirigido por ellas. Deben haber administrado un penal en Irlanda antes de venir a los EE.UU.
Banshee, espíritu de mujer en gaélico, es el equivalente de nuestra Llorona. La gente pequeña, o sean los “leperchauns” o duendes irlandeses son iguales de tamaño y de traviesos, y a veces de crueles, que nuestros “fascicos”, tristemente a punto de desaparecer del folklore sinaloense. Recuerdan el estribillo que decía: “Ese fascico que está en la quesera, que meta la pata que tiene de fuera” También tienen tamaño y carácter similar los “aluxes” yucatecos, que son o bien juguetones o bien auxiliares de Xtabay, la mujer de blanco asociada a la luna, que encanta y devora a los hombres en los montes de nuestra hermana república de Yucatán. Así también son los nibelungos, enanos que atesoran y guardan oro del río Rin en la mitología germana.
Todo el encanto de los irlandeses, pueblo pobre y enamorado, de gente soñadora, pendenciera, indolente y desobligada me llega sumándose a las tradiciones españolas, mestizas e indias heredadas de la infancia. (Mencionar que Irlanda es, en los últimos años, el país de más rápido crecimiento de Europa le quita romanticismo a este comentario pero por otra parte da esperanzas de algún día México despertará) Aparecidos, encantamientos, talismanes, entierros, tesoros nunca hallados escondidos por afamados bandidos, el Nahual, las apariciones del demonio y las noches en las que las lechuzas y tecolotes se precipitan sobre los techos de las casas asustando con sus golpes a todo el mundo. En breves siete meses cantando canciones de añoranza de la tierra que se dejó, de la novia que se quedó en Irlanda, del novio que prometió volver, de la banda del pueblo, de la cantina y la cerveza regional y del verde valle que apenas se distingue entre la tenue bruma de la mañana: como ven son las mismas letras de nuestras canciones (Al golpe del alba la niebla es ligera); aprendo inglés y tomo el examen de admisión a Loyola High School.
Las monjas reúnen a todos los alumnos para anunciar orgullosas que un par de sus internos, un tal Murphy y yo, aplicaremos, como se dice ahora, a Loyola. Nos conminan a representar dignamente a la escuela. Imaginen, recién llegadas y pronto tendrán ex alumnos en la preparatoria de los jesuitas. ¡Qué orgullo!
Días después las monjas no nos hablan. Cuando las pasamos en los pasillos nos voltean la cara. El par de burros habíamos reprobado el examen de admisión. ¡Qué decepción, qué vergüenza!
Avisan a don Arturo que yo había obtenido el lugar 250 de 500 solicitantes y que Loyola admitía solamente a los primeros 200 examinados. A mi padre no se le hace tan malo el lugar obtenido puesto que yo tenía apenas siete meses en EE.UU. Vuelve con el obispo McGuken que había recomendado la primaria un año antes y frente a él me pregunta:
– ¿Verdad mijo que no es tonto?
– No apá.– le contesto.
– Ya ve, su señoría, le hace la lucha. ¿Verdad mijo que quiere estudiar?
– Sí apá.
– Ya ve su señoría, el muchacho tiene voluntad.
El obispo ríe con el auto alegórico, enseguida habla conmigo en inglés, le constaba que un año antes yo no sabía el idioma, luego habla con la monja directora de la primaria y después de muchos ruegos, mi padre le convence que me recomiende a Loyola. Así fue como ingresé a la académicamente más prestigiada secundaria del área metropolitana de Los Ángeles.
A McGuken no le era fácil recomendarme. El obispo, administrador y pastor de su diócesis, autoriza el establecimiento a las órdenes religiosas que soliciten residencia en su territorio. Además da permiso, en su circunscripción, a los sacerdotes para oficiar los sacramentos y atender feligreses. Sin embargo, una vez establecidas, las órdenes que no pertenezcan al clero regular, dejan para muchos efectos de depender de la autoridad episcopal ya que ellas tienen sus propias autoridades. McGuken tendría que solicitar un favor de los jesuitas al recomendar mi admisión a Loyola. ¿Cómo le cobrarían? Éste era quizás su problema. McGuken era además solamente obispo auxiliar. Así de persuasivo solía ser don Arturo.
Paso el verano de 1948 en Guadalajara, como siempre, pero me empieza a inquietar el estudiar fuera y el no pasar el verano en Culiacán. Además ya soy un adolescente de 14 completos años.
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